La provincia de San Ignacio, en la región Cajamarca, se ha convertido en un nuevo epicentro de la minería ilegal de oro en el Perú. Su cercanía a la frontera con Ecuador ha facilitado el ingreso de ciudadanos extranjeros involucrados en esta actividad, que ha tomado fuerza especialmente desde la pandemia.
Actualmente, existen 139 concesiones mineras en esta provincia, y 30 de ellas se superponen al río Chinchipe, una fuente de agua vital para la agricultura local. A pesar de que la ley prohíbe la minería en los cauces fluviales, las autoridades han otorgado permisos que violan esta normativa.
Las intervenciones policiales para frenar esta actividad rara vez tienen éxito, en parte porque muchas veces se filtra la información antes de que se ejecuten. Desde 2019, solo se han judicializado 16 casos de minería ilegal en San Ignacio, una cifra muy baja frente al crecimiento acelerado de la actividad.
Walter Aranda Salazar, caficultor y subprefecto del caserío Leoncio Prado, recuerda cuando el río Chinchipe era un lugar cristalino y lleno de vida. Hoy, ese paisaje ha sido reemplazado por pozas turbias, zanjas profundas y un ruido constante de retroexcavadoras.
La minería ilegal ha cambiado la vida en las comunidades. Las fincas cafetaleras ahora conviven con campamentos mineros donde trabajan personas provenientes de distintos países, incluidos Ecuador, Colombia y Venezuela, además de otras regiones del Perú.
Investigaciones de campo han evidenciado la operación de decenas de retroexcavadoras a lo largo del río Chinchipe y sus afluentes. Muchas de estas máquinas pertenecen a extranjeros, quienes contratan a trabajadores locales para la extracción del oro.
En los últimos años, ha crecido la cantidad de personas naturales y empresas locales que solicitan concesiones mineras directamente sobre el río. Solo entre 2024 y septiembre de 2025 se titularon 36 nuevas concesiones, más que en los ocho años anteriores juntos.
La minería informal avanza pese a las restricciones legales, y lo hace con rapidez. Antes de 2016 no había concesiones sobre el río Chinchipe. Hoy, hay 30 en diferentes estados: tituladas, en trámite o extinguidas, según el Instituto Geológico, Minero y Metalúrgico (Ingemmet).
Ante esta situación, algunas comunidades se han organizado para defender su territorio. Se ha formado el Frente Ambiental y de Desarrollo Sostenible Integral, que agrupa a rondas campesinas, autoridades locales y organizaciones sociales comprometidas con la protección del ecosistema.
Sin embargo, esta defensa conlleva riesgos. En abril de 2025, líderes comunales y alcaldes fueron emboscados por mineros ilegales durante una movilización. La violencia se ha convertido en una constante en zonas donde antes reinaba la tranquilidad.
Mientras tanto, la minería formal retrocede. En el primer semestre de 2025, la inversión minera formal en Cajamarca cayó más del 50% respecto al año anterior. Proyectos históricos como Yanacocha se acercan a su cierre, y el vacío está siendo ocupado por operaciones ilegales.
San Ignacio vive un crecimiento explosivo de concesiones mineras. En 2019 había 26, y para septiembre de 2025 ya suman 139. Lo alarmante es que muchas de estas concesiones están aún en trámite, lo que muestra una tendencia que no se detiene.
La mayoría de los mineros que operan en la zona no están registrados formalmente. De los 365 mineros vigentes en Cajamarca según el Reinfo, apenas 14 están en San Ignacio, lo que evidencia la informalidad de esta actividad en la provincia.
Una parte del problema es que los propios dueños de terrenos en las riberas del río alquilan sus tierras a los mineros a cambio de un porcentaje del oro extraído. Incluso existen contratos que formalizan estos acuerdos, muchos firmados por ciudadanos ecuatorianos.
El oro extraído cruza la frontera hacia Ecuador por trochas informales, sin ningún control estatal. Por esas mismas rutas también ingresa combustible barato desde el país vecino para abastecer la maquinaria usada en la extracción ilegal.
El impacto ambiental es profundo. La deforestación en la cuenca del río Chinchipe alcanza ya 126 hectáreas. El ecosistema, formado por bosques secos interandinos y áreas agrícolas, está siendo destruido para dar paso a campamentos mineros.
La producción de café, principal actividad económica de la zona, también está en riesgo. La contaminación del agua y la pérdida de mano de obra —atraída por los altos pagos de la minería— amenazan la calidad y la sostenibilidad del cultivo.
A esto se suma la violencia. Enfrentamientos entre comuneros y mineros armados han terminado en muertes y denuncias. San Ignacio vive una situación tensa, donde la ilegalidad y el crimen organizado avanzan de la mano de la fiebre del oro.
La fiscalía, por su parte, ha sido duramente criticada por su inacción. De las muertes registradas en zonas mineras desde la pandemia, ninguna ha sido esclarecida. Solo dos casos de minería ilegal han terminado en sentencia en más de seis años.
Por ello, recientemente se creó una Fiscalía Especializada en Materia Ambiental en San Ignacio para reemplazar a la sede que funcionaba en Chiclayo. El nuevo fiscal, Miguel Ángel Quijano, ya ha iniciado investigaciones contra 20 personas vinculadas a la minería ilegal.
El desafío es enorme. San Ignacio enfrenta una amenaza ambiental, social y económica que se ha instalado con fuerza y que se alimenta del abandono institucional, la corrupción y la desesperación de muchas familias que, por necesidad, se ven empujadas a ceder ante el oro ilegal.